Todo se puede comprar, y todo se puede vender. Incluso la ciencia.
Los aspectos fundamentales de nuestra cultura son el desarrollo económico y el desarrollo de los sistemas de información. Son dos de nuestras garantías principales, garantías para una excelente calidad de la vida (si la comparamos a lo que hay por ahí en este planeta) y para el impulso técnico y social. Claro está que una herramienta cuanto más potente, más peligrosa, porque los grandes alcances se pueden convertir en grandes perjuicios si la herramienta se utiliza de forma impropia, o incluso voluntariamente dañina, por falta de capacidad, de coherencia, o de ética. Entre los muchos sectores que han aportado a estos cambios históricos y se han beneficiado de ellos están la ciencia y la investigación. Y, si nos ponemos quisquillosos, los dos términos no quieren decir lo mismo. La ciencia es algo relacionado con teorías, métodos y técnicas. A la investigación tenemos que añadirle toda una larga serie de factores que la anclan al mundo real, factores que incluyen relaciones personales e institucionales, límites individuales y financieros, administración y papeleo, gestión y estrategia, acuerdos y apretones de manos. Es decir, la ciencia es un concepto, una perspectiva, un principio, probablemente una utopía, mientras que la investigación es lo que queda de todo ello, cotidiano y tangible, cuando esta perspectiva se proyecta en el mundo real, entre los vínculos y las limitaciones de las sociedades humanas. Algunos somos más «científicos», otros son más «investigadores», pero, al fin y al cabo, el saber hacer amigos tiene prioridad sobre el saber investigar, por una razón de polaridad, porque muchas veces sin el uno es improbable poder acceder al otro.
Logros económicos (bienestar) y flujos de información (accesibilidad) han llevado a una masificación de la ciencia, que de ser cosa para pocos se ha vuelto de interés para muchos, en todos los sentidos. Y esto ha conllevado grandes ventajas, entre otras, un nivel de formación impensable hasta hace pocas décadas, y una participación más activa en el saber global por parte de grupos sociales y naciones históricamente menos relevantes en cuanto a peso cultural. Pero esta masificación, hay que avisarlo, conlleva también efectos colaterales, que es mejor conocer para luego evitar sorpresas. Por ejemplo, una consecuente «promedización» de los valores de la investigación. Aumentando la cantidad de personas y de instituciones involucradas en el sistema científico, los valores promedios de la ciencia se acercan inevitablemente a los valores promedios de la población general. Lo cual es algo fenomenal a nivel de divulgación y conocimiento, pero puede ser un riesgo para el rol de la ciencia como rompehielos que avanza y que tira del carro. Si la ciencia tiene que aportar algo «más», tiene que poder destacar de la multitud para ofrecerle algo diferente, y no amoldarse a sus promedios. Atención, que no estamos hablando de elitismo, sino de estadística: cuanto más coincide el estimulo con el valor común, menos cambios y alternativas aportará. Ya hace tiempo, Thomas Kuhn sugería que la ciencia tiene el objetivo de avanzar nuestra cultura, pero los científicos, siendo una muestra aleatoria de la población humana, no tenían esta necesidad, ni probablemente esta capacidad, y son los primeros que a menudo se oponen a los cambios y a los avances, cuando estos cambios pueden poner en entredicho sus posiciones, capacidades o conocimientos personales. Citando a Upton Sinclair, es imposible convencer a una persona de algo si su nómina depende de no entenderlo. Así que la masificación de la ciencia conlleva necesariamente un aumento de su inercia, de su resistencia al cambio, el mayor enemigo que tiene en su propia casa.
Ahora bien, por otro lado, la ventaja de una ciencia masificada es que podemos aprovecharnos de la ley de los grandes números, y apostar por muchos más caballos. Y esto aumenta la probabilidad de ganar. Entonces habrá que ver si, en el cálculo total y a largo plazo, aumentar el abanico de posibilidades de la investigación puede contrarrestar esa nivelación de su capacidad. Esperemos, y crucemos los dedos.
La otra contraindicación de la masificación científica es el haber despertado los intereses del mercado. Hoy en día, las universidades ya no tienen estudiantes, sino clientes, que pagan y que exigen un trato preferencial. Lo mismo pasa con las editoriales científicas, porque muchos investigadores ya no son autores, sino clientes, de sus revistas. Y el cliente siempre tiene la razón. También a nivel de investigación, un científico se valora (y se contrata) siempre más en función de cuánto dinero ha conseguido mover entre empresas, fundaciones y gobiernos, que en función de su producción científica y cultural. Es decir, la institución está interesada en su capacidad empresarial, más que en su capacidad investigadora. A pesar de ser algo tan patentemente contrario a los principios de la ciencia, hoy en día esta perspectiva está tan aceptada que la instituciones ni se esfuerzan en ocultarla, y ponen la capacidad de búsqueda de dinero en los requisitos oficiales de los concursos, en los deberes de un contrato laboral, o en las evaluaciones productivas. ¡Atención, no nos dejemos engañar por la pamplina de que buscando dinero luego se hace más o mejor investigación! Desde luego, no podemos pensar que la capacidad empresarial y la capacidad investigadora de una persona estén necesariamente correlacionadas, y habrá a quien le sobre de la una y carezca de la otra. Cuando se nos presenta la capacidad financiera como una necesidad del investigador (y no de la investigación), tenemos que considerar por lo menos tres puntos. Primero, la correlación entre cantidad de inversión económica y producción científica no es cierta, depende de cada caso, y habría que averiguar si y cuándo se cumplen garantías de control en este sentido. He visto a menudo financiaciones increíbles que han sido malgastadas, e investigaciones baratas que han dado resultados excelentes. Así que tampoco hay que dar la relación ciencia-dinero por sentada. Segundo, no olvidemos que esta inversión debería venir de los gobiernos y de las instituciones. Son ellos los que deberían invertir en el desarrollo de una nación, para recoger luego el fruto de la inversión a largo plazo. Lo que pasa, en cambio, es que se deja al investigador el deber de apañarse, y luego, si tiene éxito, ya la institución o el gobierno de turno estará disponible para sacarse la foto y colgarse la medalla. Y aquí hay también otro pequeño detalle: si tienes que volverte empresario y pasarte la vida buscando dinero y apretando manos, no te queda mucho tiempo para dedicarte a la ciencia. Tercero, lo de valorar a un investigador en función de su implicación en la búsqueda de dinero para producir ciencia es evidentemente una descarada sinrazón porque, si lo que interesa es la ciencia, bastaría con evaluar directamente el resultado final de todo el proceso, es decir, la producción científica. Incluso, ante logros parecidos, ¡mejor será el investigador que los haya alcanzado gastando menos! O sea, lo de dar peso a la capacidad financiera de los científicos por el bien de la ciencia suena a excusa barata (y muy superficial) para sacarle provecho. Una maniobra a expensas de la ciencia que, no es ningún secreto, si se ve vinculada al mercado, se enfrentará a todo lo que el mercado conlleva, incluyendo conflictos de interés, ventajas personales, burbujas especulativas, operaciones de fachada y compraventa de jugadores de moda, y esperando no tener que llegar a corrupción, sobornos y chantajes. Huelga decir que la posición «bueno, es lo que hay, qué le vas a hacer» no cumple con los requisitos de compromiso civil y cultural de las instituciones científicas. La misma frase dicha hablando de lacras sociales o políticas sentaría francamente de mal gusto. Apliquemos el criterio al caso.
Me pregunto si no ha llegado el momento de tomar una posición activa, de promover y emprender una respuesta por parte de investigadores y científicos, exigiendo explícitamente que no se les contrate o evalúe por sus capacidades mercantiles, sino por sus méritos culturales. Si hace falta, negándose a seguir el juego, y obligando a las instituciones a admitir el abuso. Porque lo preocupante es que todo esto se está llevando a cabo de forma cínica y abierta, sin preocuparse mucho de mantener luego cierta coherencia a la hora de hablar de la importancia de la ciencia como pilar de nuestra cultura y de nuestro conocimiento. Cuando la habilidad financiera acaba oficialmente en un requisito de concurso, en un contrato, o en la evaluación de un científico, quiere decir que a la institución (y a sus gestores) no les da vergüenza admitir que quieren ordeñar la vaca. Y cuando la aberración se luce como pauta, o incluso como vanidad de innovación, empieza a soplar un aire que sabe a tormenta. Toca abrigarse y, por si acaso la cosa se pone fea, ir buscando refugio.
Esta información ha sido publicada originalmente en Investigación y Ciencia