Cuando hablamos de las causas de la violencia, pensamos en la desigualdad, la exclusión o los traumas. Pero, ¿y si la respuesta estuviera también en nuestra heladera? Nuevas investigaciones sugieren que la dieta moderna, rica en alimentos ultraprocesados, podría estar afectando nuestro cerebro, debilitando el control de impulsos y la regulación emocional.
La violencia es, quizás, el fenómeno humano más complejo de analizar. Sus causas se buscan en factores sociales, económicos y psicológicos. Pero en este intrincado análisis, un factor cotidiano y omnipresente ha sido históricamente ignorado: la comida. Investigaciones recientes sugieren que la epidemia de alimentos ultraprocesados no solo está enfermando nuestros cuerpos, sino que también podría estar influyendo en nuestro cerebro y, con ello, en nuestra capacidad para regular la agresividad.
El cerebro «inflamado» por la mala nutrición
La conexión entre lo que comemos y cómo nos sentimos es directa. Hoy se sabe que las dietas ricas en ultraprocesados —caracterizadas por azúcares añadidos, grasas transgénicas y aditivos, con pobre valor nutricional— pueden generar inflamación crónica y alterar la microbiota intestinal. Este desequilibrio no solo afecta al cuerpo; afecta directamente al sistema nervioso central.
Estudios como uno publicado en The American Journal of Psychiatry han asociado dietas deficientes con un aumento de marcadores inflamatorios que impactan negativamente en la salud mental. Específicamente, se cree que esta inflamación puede alterar el funcionamiento de la corteza prefrontal, la región del cerebro encargada de la toma de decisiones, la autorregulación y el control de los impulsos.
Impulsividad, hostilidad y comida chatarra
Si bien nadie sugiere que una hamburguesa cause directamente un acto violento, la ciencia sí ha encontrado una correlación preocupante entre el consumo de ultraprocesados y los rasgos de personalidad que aumentan la probabilidad de conductas conflictivas.
Un estudio longitudinal de 2019, por ejemplo, reveló que niveles más altos de impulsividad se relacionaban directamente con una mayor preferencia por dietas ricas en grasas y azúcares. Otro estudio con adolescentes españoles encontró que un mayor consumo de ultraprocesados se asociaba con un incremento en dificultades emocionales y conductuales, como ansiedad y comportamientos disruptivos.
El problema de estos alimentos no es solo lo que contienen, sino su diseño. Son hiperpalatables: sus combinaciones de aditivos, grasas y azúcares activan los circuitos de recompensa del cerebro de forma similar a como lo hacen sustancias psicoactivas como la cocaína, pudiendo generar patrones de consumo adictivo y compulsivo.
El experimento de las cárceles: ¿se puede «curar» la violencia con vitaminas?
La evidencia más sorprendente sobre esta conexión proviene de entornos controlados, como las prisiones. En un ensayo clínico pionero en el Reino Unido, los investigadores administraron suplementos nutricionales (vitaminas, minerales y ácidos grasos esenciales) a un grupo de jóvenes reclusos. Los resultados fueron asombrosos:
- El grupo que recibió los suplementos cometió un 26,3% menos de infracciones disciplinarias que el grupo placebo.
- En aquellos que tomaron los suplementos por al menos dos semanas, la reducción de la violencia alcanzó un 35,1%.
Este estudio, replicado años después en los Países Bajos con resultados similares, sugiere que un mejor aporte nutricional favorece una función cerebral más óptima, mejorando la autorregulación y disminuyendo la reactividad emocional.
No se trata de caer en un reduccionismo biológico. La violencia es un fenómeno multifacético. Sin embargo, estos hallazgos sugieren que la nutrición, o la falta de ella, puede actuar como un factor modulador del comportamiento.
En un mundo donde los ultraprocesados son la base de la dieta de millones, y en contextos de vulnerabilidad donde estos productos son la opción más barata, ignorar el impacto de la alimentación en la salud mental y el control de impulsos es, quizás, omitir una pieza clave del rompecabezas.
Por Daniel Ventuñuk
En base al artículo de Carmen María León Márquez publicado en The Conversation
