El Proyecto Manhattan: La creación del arma más devastadora de la humanidad

Inmersos en una carrera armamentista desenfrenada durante la Segunda Guerra Mundial, importantes científicos se reunieron con la idea de desarrollar un arma capaz de alcanzar una destrucción inimaginable.

Con el desarrollo de la energía atómica, solo faltaba el respaldo gubernamental para dar rienda suelta a la creación de una bomba nuclear. Franklin D. Roosevelt aceptó la idea y ordenó el desarrollo de lo que se llamaría el Proyecto Manhattan, un plan secreto para elaborar un arma que permitiera ostentar el dominio mundial del poder militar. Con la prueba de la bomba Trinity, se iniciaba una nueva era en la guerra: la de la destrucción total.

Antecedentes

Todo comenzó con una carta, fechada el 2 de agosto de 1939, dirigida al presidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt. La firmaba Albert Einstein, cuya famosa ecuación —la energía es igual a la masa por la velocidad de la luz al cuadrado— sentó las bases para el desarrollo de la energía atómica. Ante el auge del nazismo, Einstein había abandonado su Alemania natal en 1933 y se había instalado en Estados Unidos.

El genio recibía numerosas visitas. Quizás ninguna fue tan relevante como la que le hicieron los físicos húngaros Leo Szilard y Eugene Wigner ese agosto. Szilard, nacido en Budapest en 1898, era un físico nuclear que también había huido de Alemania en 1933. Su primer destino fue Londres, donde ayudaba a otros académicos refugiados a encontrar trabajo.

Ese mismo año, Szilard leyó en The Times un artículo sobre Lord Rutherford, el padre de la física nuclear, en el que este aseguraba que no era posible utilizar la energía atómica con fines prácticos. Furioso ante aquel rechazo, Szilard ideó el concepto de la reacción nuclear en cadena.

Szilard no fue el único que teorizaba sobre las posibilidades de la energía atómica. Otros científicos brillantes —como el italiano Enrico Fermi— también trabajaban sobre el tema en universidades de Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña. En Alemania, que en ese momento lideraba la ciencia y la tecnología mundiales, también se investigaba, con premios Nobel como el físico Werner Heisenberg. Por ello, cuando Szilard se enteró, a fines de 1938, de que los químicos alemanes Otto Hahn y Fritz Strassmann habían descubierto la fisión nuclear, no dudó en reconocer la importancia de la información.

Hahn y Strassmann demostraron que el núcleo del uranio podía dividirse en dos o más partes mediante el bombardeo de neutrones, partículas descubiertas en 1932 por el británico James Chadwick. Esta división liberaba una enorme cantidad de energía y emitía dos o tres neutrones adicionales, que, a su vez, provocaban más fisiones al interactuar con otros núcleos, lo que generaba un efecto multiplicador en la reacción en cadena.

Unos meses antes de la invasión de Polonia, la Alemania nazi ya estaba en vías de fabricar una bomba nuclear. En este contexto se gestó la carta de Einstein a Roosevelt. Aunque redactada por Szilard, requería la firma de alguien del renombre de Einstein para que el presidente prestara atención. Hasta entonces, los esfuerzos de Szilard y Fermi para obtener financiación que permitiera investigar la energía nuclear habían tenido poco éxito.

La carta de Einstein informaba a Roosevelt de que ya era posible conseguir una reacción en cadena en una cantidad importante de uranio, lo que permitiría «generar ingentes cantidades de energía». Este fenómeno «podría desembocar en la construcción de bombas» extremadamente poderosas, con capacidad «de destruir un puerto entero y el territorio adyacente». Einstein instaba al presidente a que su administración mantuviera un «contacto permanente» con los físicos que trabajaban en la reacción en cadena en Estados Unidos.

Aunque la carta tardó más de dos meses en llegar a Roosevelt, su reacción fue rápida: decidió establecer el Comité del Uranio como enlace entre el gobierno y los laboratorios. Sin embargo, el compromiso pleno de su administración no llegó hasta julio de 1941, cuando el espionaje británico informó que los alemanes consideraban viable la fabricación de una bomba de uranio o plutonio lo suficientemente pequeña como para ser transportada en avión.

Ante esta información, el presidente ordenó la creación de un nuevo grupo de trabajo, integrado por militares y políticos de alto rango, con el objetivo de construir la bomba atómica, un arma capaz de decidir el desenlace de la guerra en Europa, que parecía estar ganando Alemania. Así, el llamado Comité S-1 se dispuso a materializar un proyecto que aún no tenía nombre.

El Proyecto Manhattan

El 7 de diciembre de 1941, tras el ataque de Japón a Pearl Harbor, Estados Unidos entró en la Segunda Guerra Mundial. Con esto, el Departamento de Guerra se unió al Comité S-1 a través del U.S. Army Corps of Engineers, el cuerpo de ingeniería pública más grande del mundo. Debido a que gran parte de la investigación nuclear se había realizado en la Universidad de Columbia, en Manhattan, los Corps de este distrito fueron puestos al mando.

De ahí surge el nombre en código «Proyecto Manhattan», para el cual no se escatimaron recursos: dos mil millones de dólares de la época fueron destinados a la construcción de las diversas infraestructuras necesarias. A la cabeza de las actividades se colocó al coronel Leslie R. Groves, un miembro del Cuerpo de Ingenieros que había sido fundamental en la construcción del Pentágono. Aunque inicialmente esperaba combatir en el frente, recibió la orden de permanecer en Estados Unidos para esta nueva misión, que, si resultaba exitosa, haría que su país ganara la guerra. Su primera orden fue comprar 1.200 toneladas de uranio mineral del entonces Congo Belga.

Groves, quien fue ascendido a general al asumir el mando del Proyecto Manhattan, nombró al físico teórico Julius Robert Oppenheimer, nacido en Nueva York, de origen judío y formado en universidades de Gran Bretaña y Alemania, para dirigir la parte científica. Aunque Oppenheimer, profesor de la Universidad de Berkeley, no tenía un Nobel ni experiencia en gestión de equipos, Groves reconoció su brillantez.

A pesar de que el FBI había comenzado a investigarlo en 1941 para determinar si militaba en el Partido Comunista de Estados Unidos, Groves confió en Oppenheimer. Este sugirió que el laboratorio donde se construyera la bomba debía estar ubicado en un lugar aislado por razones de seguridad, proponiendo Los Álamos, Nuevo México, donde poseía un rancho. Así, Los Álamos fue elegido como el lugar perfecto para la «sede Y» del Proyecto Manhattan, donde se diseñaría la primera bomba atómica de la historia.

Por sugerencia de Oppenheimer, las familias del personal del proyecto también residirían en Los Álamos. Mientras las obras avanzaban, Oppenheimer convocaba a los científicos más brillantes de su generación para unirse al proyecto. Entre otros, estaban Leo Szilard, por supuesto, y Enrico Fermi (Nobel en 1938), los químicos Harold C. Urey (Nobel en 1934) y Willard Frank Libby (Nobel en 1960), James Chadwick, el descubridor de los neutrones (Nobel en 1935), los físicos Isidor Rabi (Nobel en 1944) y Hans Bethe (Nobel en 1967), el físico teórico Richard Feynman (Nobel en 1965), el físico de origen español Luis Walter Álvarez (Nobel en 1968) y el físico de origen húngaro Edward Teller, futuro padre de la bomba de hidrógeno y, según Fermi, «el más inteligente de todos nosotros».

Lo que se hacía en Los Álamos era un secreto de Estado. También lo era la propia existencia de la instalación, cuya única dirección de correo era un apartado postal en Santa Fe, Nuevo México. Groves estaba obsesionado con la seguridad y temía filtraciones (de hecho, las hubo). Todos necesitaban acreditación para entrar y salir del recinto. Oppenheimer siempre iba acompañado de guardaespaldas, y a los científicos se les prohibía comentar su trabajo, incluso con sus familiares más cercanos.

El trabajo era intenso: jornadas de diez, doce y hasta catorce horas para crear «el artefacto» –como se lo llamaba– antes que los nazis. Ese era el objetivo de los científicos involucrados, muchos de ellos refugiados del fascismo. Qué pasaría si Estados Unidos conseguía la bomba antes que Alemania era una cuestión que ni siquiera se planteaban.

Sin embargo, en 1944, tras el desembarco aliado del 6 de junio en Normandía, la situación cambió. Los aliados iban camino de ganar la guerra en Europa, y quedó claro que Alemania no lograría fabricar la bomba. ¿Tenía sentido seguir adelante con la creación de un arma de destrucción masiva? Empezaron a surgir voces críticas, como la del físico polaco Joseph Rotblat, quien escuchó al general Groves decir que el verdadero objetivo de la bomba no era derrotar a Hitler, sino dominar a los soviéticos.

Rotblat sabía que miles de rusos seguían muriendo cada día en el frente, luchando en el mismo bando que Estados Unidos. Percibió las palabras del general como una traición y, pocos meses después, abandonó Los Álamos. No podía seguir participando, dijo, en la creación de un arma cuyo objetivo, vencer al nazismo, había quedado obsoleto. Dedicó el resto de su vida a la erradicación de las armas nucleares, lo que le valió el Nobel de la Paz en 1995.

El trabajo en Los Álamos continuó a toda marcha: los equipos, coordinados por Oppenheimer, resolvían los problemas técnicos para la construcción del artefacto, que, en su mayoría, estaban relacionados con la implosión. Los explosivos necesarios (uranio y plutonio enriquecidos) eran suministrados desde los reactores de los complejos de Oak Ridge (Tennessee) y Hanford (Washington), también construidos para el proyecto.

El 12 de abril de 1945, falleció Roosevelt, y fue sucedido en la Casa Blanca por Harry Truman. Una prueba del gran secretismo del Proyecto Manhattan es que Truman desconocía su existencia hasta poco antes de asumir como presidente. En Europa, Hitler se suicidó el 30 de abril en su búnker de Berlín, y ocho días después, Alemania se rendía.

Con el nazismo derrotado, más personas comenzaron a cuestionarse el sentido de seguir con el proyecto. Sin embargo, la guerra en el Pacífico continuaba con gran violencia, y el Ejército ya había seleccionado diecisiete posibles objetivos en Japón para el bombardeo atómico. El proyecto seguía en pie, solo había cambiado el blanco.

Esto horrorizó a Leo Szilard, quien ya estaba convencido de que el uso del arma sería nefasto. En junio de 1945, impulsó, junto a otros destacados científicos, el llamado Informe Franck, en el que instaban al presidente a no utilizar la bomba. Sin embargo, la decisión parecía estar tomada, y el arma estaba cada vez más cerca de ser una realidad.

El 16 de julio de 1945 tuvo lugar la prueba Trinity en el desierto de Jornada del Muerto, en Nuevo México. La explosión de la primera bomba nuclear de la historia se produjo a las 5.30 de la madrugada. Fue un éxito. La detonación, con su característica nube en forma de hongo, superó todas las expectativas.

Sin embargo, lo que más impactó a los testigos fue la brillísima luz que produjo. «Fue como descorrer una cortina en una habitación oscura», recordaría Teller. «Pensé que algo había salido mal y que el mundo entero estaba en llamas», dijo James Conant, presidente de la Universidad de Harvard. Isidor Rabi declaró que, pese al calor, «tenía la piel de gallina». Hans Bethe sintió «que habían hecho historia». Oppenheimer declaró que fue una explosión «terrible» a la que «muchos niños no nacidos aún le deberán su vida».

El 6 de agosto de 1945, el bombardero Enola Gay despegó de la base estadounidense de la isla de Tinián, en las Marianas, a las 7.30 de la mañana. Llevaba el resultado del Proyecto Manhattan: Little Boy, la primera bomba atómica, lista para ser arrojada sobre una población civil.

El artefacto fue lanzado sobre Hiroshima, una ciudad que no había sido atacada hasta ese día. Tras la explosión, el piloto dijo que «no vio nada más que oscuridad». Sin embargo, debajo del hongo nuclear quedó una ciudad arrasada, con 70.000 muertos en el acto, y muchos más (casi el doble) que morirían después a causa de la radiación. El mundo ya no volvería a ser el mismo.

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