En mayo de 1991, Serguéi Krikalev despegó de la Tierra como un héroe de la Unión Soviética. Debía volver en cinco meses. Pero cuando llegó la fecha, su país ya no existía, su sueldo no valía nada y no había dinero para el cohete de vuelta. Se había quedado varado en la estación espacial Mir.
Imaginá estar en un viaje de trabajo y que, mientras estás afuera, tu país desaparece. Tu nacionalidad se extingue, tu ciudad cambia de nombre y tu dinero se vuelve polvo. Ahora, imaginá que ese viaje de trabajo es a 350 kilómetros de altura, en una estación espacial, y no hay cómo volver. Esa fue la surrealista odisea de Serguéi Krikalev, el cosmonauta que se convirtió en el último ciudadano de la Unión Soviética.
Varado a 350 kilómetros de altura
Todo comenzó como una misión de rutina. El 19 de mayo de 1991, Krikalev, un experimentado ingeniero, fue enviado a la estación espacial Mir. Su regreso estaba programado para octubre. Pero en la Tierra, la historia se aceleraba a un ritmo vertiginoso. La Unión Soviética, el superpoder que lo había enviado al espacio, se desmoronaba en medio de una crisis política y económica terminal.
Cuando llegó la fecha de su regreso, el mundo que Krikalev había dejado ya no existía. La URSS estaba en proceso de disolución y la nueva Federación de Rusia estaba en bancarrota. Simplemente, no había dinero para lanzar la nave Soyuz que debía traerlo de vuelta. Para colmo, la base de lanzamiento y aterrizaje ahora pertenecía a otro país, Kazajistán, que exigía un pago por su uso.
Desde la soledad del espacio, Krikalev recibía noticias fragmentadas a través de radioaficionados. En una videollamada, su esposa le dijo una frase que resumía el colapso: «Serguéi, el sueldo no nos alcanza para vivir». Su salario de héroe nacional ya no compraba ni un kilo de carne.
El último ciudadano soviético
Mientras su país se desintegraba, Krikalev se aferraba a una estricta rutina para no perder la cordura ni la masa muscular: ejercicio diario y 17 vueltas a la Tierra cada 24 horas. En un intento desesperado por conseguir fondos, la agencia espacial rusa incluso hizo un bizarro acuerdo publicitario para que los cosmonautas tomaran Coca-Cola en órbita. No fue suficiente.
Un colega le envió una carta donde le explicaba la gravedad de la situación, contándole que hasta enviarle unos simples limones al espacio se había convertido en un lujo inalcanzable. El 25 de diciembre de 1991, con la renuncia de Mijaíl Gorbachov, la Unión Soviética dejó de existir oficialmente. En ese instante, Serguéi Krikalev se convirtió, sin saberlo, en su último ciudadano.
Regreso a otro planeta
Finalmente, gracias a un préstamo de 28 millones de dólares de Alemania, Rusia pudo financiar la misión de rescate. El 25 de marzo de 1992, después de 311 días en el espacio —más del doble de lo planeado—, Krikalev aterrizó en un país que ya no era el suyo.
Las imágenes de su llegada son elocuentes: pálido, desorientado y sin poder mantenerse en pie por sí solo, emergió de la cápsula vistiendo un uniforme con la bandera de la URSS. Inmediatamente, las nuevas autoridades rusas se apuraron a tapar con las manos los símbolos del país extinto.

Había despegado de la Unión Soviética y aterrizaba en Rusia. Su ciudad natal ya no era Leningrado, sino San Petersburgo. Su carné del Partido Comunista era un trozo de plástico sin valor. Ese mismo día, un periodista le hizo la pregunta inevitable: «¿Cómo te sientes con este cambio tan drástico?». Krikalev, el hombre que había visto desaparecer su mundo desde las estrellas, no respondió. No había palabras.
