Cómo se expandió la familia de lenguas más grande del mundo y por qué otras desaparecen

En las últimas décadas, la historia de las lenguas ha pasado de ser un asunto de filólogos a un campo de investigación verdaderamente interdisciplinario, donde la lingüística se nutre de la arqueología, la genética y la antropología. Tres títulos publicados este año ofrecen perspectivas complementarias para entender por qué la familia indoeuropea es hoy la más hablada del planeta y, al mismo tiempo, por qué miles de lenguas corren riesgo de extinguirse.

La conquista indoeuropea: misterio resuelto… en parte

En Proto: How One Ancient Language Went Global (William Collins, 2025), Laura Spinney traza el viaje de aquel proto-idioma —la lengua madre de las 12 ramas indoeuropeas actuales— desde su cuna hasta China y Europa occidental. A lo largo de más de 250 páginas de gran amenidad, Spinney recorre debates centenarios sobre la «patria original» de los indoeuropeos: desde las propuestas más disparatadas (un origen «extraterrestre») hasta las hipótesis hoy mayoritarias.

J. P. Mallory, en The Indo-Europeans Rediscovered (Thames & Hudson, 2025), ofrece un análisis más académico: repasa las teorías que situaron el hogar indoeuropeo en Irán, la India, Escandinavia o el Danubio, y examina por qué el modelo «estepe póntico-caspio» se impuso tras el estallido de la genética de poblaciones. Las secuencias de ADN antiguo publicadas en 2015 demostraron que hace 5.000 años grupos procedentes de esa estepa barrieron el genoma de Europa y parte de Asia, llevando consigo su idioma.

Ambos autores coinciden en que aquel éxodo lingüístico fue el verdadero motor que unificó amplias regiones: «Casi la mitad de la humanidad habla hoy una lengua indoeuropea», escribe Spinney, y Mallory añade que ningún imperio ni pandemia ha dejado una huella cultural o genética tan profunda como aquel flujo de poblaciones.

El ocaso de las lenguas minoritarias

Mientras Spinney y Mallory se concentran en el éxito de la familia indoeuropea, Lorna Gibb aborda el reverso de la moneda en Rare Tongues: The Secret Stories of Hidden Languages (Atlantic, 2025). Gibb documenta cómo la política, la educación y las migraciones han condenado al olvido a cientos de lenguas nativas, desde el oshiwambo de Namibia hasta las lenguas aborígenes de Australia.

Cada extinción conlleva la pérdida de saberes locales: un estudio citado por Gibb muestra que el 75 % de las plantas usadas tradicionalmente en la Amazonia llevaba nombres únicos en sus lenguas originarias, y con su desaparición se esfumó también el conocimiento de sus propiedades medicinales.

Sin embargo, Gibb rescata historias de revitalización: el gaélico escocés, el maorí neozelandés o el manchú en China, que recobran vida gracias a políticas educativas y al activismo comunitario. Su conclusión es un llamado a la acción: preservar la diversidad lingüística es tan vital como conservar la biodiversidad biológica.

La escritura del Indo, de alrededor del 2600 a. C., permanece sin descifrar a pesar de un siglo de esfuerzos.
Crédito: Alamy

Tres lecturas, un mismo desafío

  • Proto (Laura Spinney) ofrece una narración accesible de cómo un idioma remoto se convirtió en la lengua franca de media humanidad.
  • The Indo-Europeans Rediscovered (J. P. Mallory) profundiza en las evidencias arqueológicas y genéticas que apuntan al este de Europa como escenario de la gran dispersión indoeuropea.
  • Rare Tongues (Lorna Gibb) documenta el drama silencioso de las lenguas al borde de la extinción y celebra los esfuerzos por rescatarlas.

Juntas, estas obras muestran que el estudio de las lenguas ya no es sólo cuestión de gramáticas comparadas, sino una ventana para entender migraciones, imperios, identidades y saberes ancestrales. Al rastrear cómo una familia lingüística alcanzó dimensiones globales y por qué otras languidecen, el lector comprende que el destino de una lengua está ligado al de su comunidad: cuando una lengua muere, muere también un fragmento irrepetible de la historia humana.

doi: https://doi.org/10.1038/d41586-025-01296-5

Por Daniel Ventuñuk
En base al artículo de Andrew Robinson en Nature

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