El desafío de convertir el residuo del biodiésel en oro líquido

Argentina es potencia en biocombustibles, pero ese liderazgo tiene un «lado B»: miles de toneladas de un líquido viscoso que sobran y se acumulan. Un equipo de investigadores encontró la fórmula para reciclarlo y reemplazar al petróleo en plásticos y fármacos. ¿Cómo funciona la cocina molecular que le da nueva vida al descarte?

Cualquiera que haya andado por las rutas de Santa Fe sabe que el «oro verde» (la soja) es el motor de una industria gigante. Argentina no solo exporta granos, sino que es uno de los líderes mundiales en la producción de biodiésel, ese combustible renovable que cortamos con el gasoil para que los motores respiren un poco mejor. Pero como pasa siempre en la vida y en la termodinámica, nada es gratis: solucionar un problema a veces genera otro.

Resulta que fabricar biodiésel deja un «vuelto» bastante incómodo. Por cada 10 kilos de combustible que salen de las fábricas, sobra un kilo de glicerol (o glicerina, para los amigos). Parece poco, pero si hacemos las cuentas a escala país, los números asustan: en los años pico, la industria generó más de 300.000 toneladas de glicerina cruda. Para que te des una idea visual: eso alcanza para llenar más de 120 piletas olímpicas.

¿Y qué hacemos con todo eso? «Se está produciendo mucho más glicerol del que se consume», explica Nicolás Stiven Castellanos Buitrago, un químico colombiano que adoptó a la Argentina y hoy es becario doctoral del CONICET-INCAPE en la Universidad Nacional del Litoral. Aunque la glicerina se usa en jabones y cremas, el mercado tradicional no da abasto. Ahí es donde entra la ciencia para transformar ese «problema de piletas llenas» en una oportunidad de economía circular.

La receta justa en la cocina del laboratorio

El equipo dirigido por Verónica Díez y Pablo Luggren en el INCAPE se propuso algo ambicioso: convertir esa glicerina excedente en alcohol alílico. Quizás el nombre no te suene, pero es una figurita difícil de la industria: se usa para fabricar plásticos, perfumes, pesticidas y hasta medicamentos.

Castellanos Buitrago explica el proceso con una metáfora culinaria impecable: «Cuando cocinamos, medimos el efecto de si el horno está más caliente o más frío, el tiempo de cocción, o la cantidad de ingredientes». En el laboratorio pasa lo mismo. El desafío es encontrar la «receta» exacta de temperatura y tiempos para que la reacción química vaya del punto A (glicerina) al punto B (alcohol alílico) sin desviarse.

Para lograr esa magia, usan catalizadores, que son como los aceleradores de partículas de la química. «La clave es maximizar la cantidad del producto que queremos y minimizar lo que sobra», detalla el becario. Después de meses de prueba y error, dieron con el candidato ideal: un catalizador basado en renio soportado en alúmina.

¿Por qué esto es un golazo estratégico?

Acá viene la parte donde la ciencia se cruza con la economía. Hoy en día, el alcohol alílico se fabrica a partir del petróleo (específicamente del óxido de propileno), un proceso caro y contaminante. La propuesta del equipo santafesino patea el tablero:

  1. Chau petróleo: Usan una materia prima renovable que hoy es un descarte (la glicerina).
  2. Menos energía: La ruta química que proponen es más directa y eficiente que la tradicional.
  3. Sin culpa: A diferencia de usar maíz o caña de azúcar, la glicerina cruda no se come. «Estamos encontrándole un uso a un subproducto que se desaprovecha y, al mismo tiempo, obtenemos un producto más sustentable», celebra el investigador.

Del tubo de ensayo a la fábrica

Claro que del dicho al hecho hay un largo trecho, y del laboratorio a la industria, ni te cuento. El equipo ya logró escalar el proceso (pasaron de trabajar con 1 mililitro a volúmenes diez veces mayores), pero la vida real es más sucia que los reactivos puros.

«Una de nuestras tareas es evaluar glicerina directamente de la industria, tal como viene, con todas sus impurezas», aclara Castellanos Buitrago. Además, están tratando de bajar los costos. El renio, el metal que usan en el catalizador, es caro. «Entre menos cantidad necesitemos, mejor desde el punto de vista económico», dice. El objetivo es que el catalizador sea un «guerrero» que aguante muchas reutilizaciones sin perder potencia.

Ciencia que rema contra la corriente

El proyecto no está exento de las dificultades que atraviesa la ciencia local. «No hay que desconocer que los recursos son más limitados por la situación del país», admite el investigador, pero destaca la cintura de sus directores para conseguir colaboraciones y financiamiento cruzado, incluso con pasantías en Brasil.

Lo que se está cocinando en Santa Fe es mucho más que un experimento; es la demostración de que, con ingenio y rigor, lo que hoy sobra mañana puede ser esencial.

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