Por qué los físicos dicen que el mundo no existe hasta que lo mirás

Hace un siglo, un joven físico con alergia cambió para siempre nuestra forma de ver los átomos en una isla alemana. Hoy, los científicos volvieron a ese mismo lugar para discutir algo todavía más inquietante: si la realidad es algo fijo o si la estamos creando nosotros con cada observación.

Imaginate esta escena: estamos en Helgoland, una isla remota en Alemania, azotada por el viento. En un jardín, dos físicos teóricos discuten acaloradamente sobre una piedra. Sí, una piedra. Carlo Rovelli, de la Universidad de Aix-Marsella, insiste en que él es «real» respecto a esa piedra; dice que al proyectar su sombra sobre ella, establece una relación que confirma su existencia. Del otro lado, Chris Fuchs, de la Universidad de Massachusetts Boston, lo mira incrédulo y le retruca que es ridículo imaginar que una piedra tenga una «visión del mundo», básicamente porque es una piedra.

Parece una charla de sobremesa un poco pasada de copas, pero no. Es el debate central de la mecánica cuántica moderna. Aunque ambos coinciden en que la realidad es subjetiva y no absoluta, terminaron esa discusión sin ponerse de acuerdo, ni siquiera sobre si estaban en desacuerdo.

El refugio de la incertidumbre

No es casualidad que estuvieran ahí. Helgoland es Tierra Santa para la física. Hace exactamente 100 años, un Werner Heisenberg de 23 años se refugió en esa isla para escapar de un ataque de rinitis alérgica tremendo y, de paso, para reinventar el átomo.

En esa época, la imagen que teníamos de los electrones saltando en órbitas fijas funcionaba para el hidrógeno, pero hacía agua con átomos más grandes. Entre caminatas ventosas y chapuzones en el Mar del Norte, Heisenberg tiró a la basura esa imagen simplista y desarrolló un nuevo lenguaje matemático. Poco después, Erwin Schrödinger aportó su famosa ecuación de onda, que describe la posición de los electrones en términos de probabilidades.

El resultado fue un baldazo de agua fría para el sentido común: una realidad borrosa donde ciertas propiedades son incognoscibles y otras cambian según cómo las midas. Como escribió el propio Heisenberg tras ganar el Nobel en 1932: «Lo que observamos no es la naturaleza en sí misma, sino la naturaleza expuesta a nuestro método de interrogación».

El problema de mirar

Cien años después, la cuántica nos dio láseres, transistores y relojes atómicos, pero los físicos siguen rascándose la cabeza tratando de interpretar qué nos dice sobre la naturaleza. El nudo del problema es la medición.

El ejemplo clásico es el experimento de la «doble rendija». Si disparás átomos hacia una pared con dos ranuras, actúan como ondas y pasan por ambas a la vez (lo que llamamos superposición). Pero si ponés un detector para «espiarlos», de repente se comportan como partículas sólidas y pasan por una sola ranura. Es como si el detector, o el acto de mirar, los obligara a decidirse.

Durante décadas, la «Interpretación de Copenhague» (la de Heisenberg y Niels Bohr) dijo básicamente: «no preguntes, solo calculá». Aceptaban que la medición colapsaba la onda, pero no explicaban cómo. Einstein, por su parte, odiaba esto. Creía que debían existir «variables ocultas», reglas fijas que no estábamos viendo. Pero los experimentos posteriores, conocidos como tests de Bell, le dieron la mala noticia a Einstein: las partículas entrelazadas (conectadas cuánticamente) se influyen instantáneamente sin importar la distancia, esa «acción fantasmal» que tanto le molestaba.

El amigo de Wigner y la realidad a la carta

Acá es donde la cosa se pone picante. En 1961, el físico Eugene Wigner propuso un experimento mental que te deja pensando. Wigner está afuera de un laboratorio cerrado. Adentro, su amiga Jimena mide un átomo. Para Jimena, el átomo ya tomó una decisión (cara o seca, digamos). Pero para Wigner, que está afuera y no sabe el resultado, tanto el átomo como Jimena están en una «superposición» de posibilidades.

«Estamos aplicando la misma teoría de dos maneras diferentes y obteniendo resultados contradictorios, al parecer», explica Nick Ormrod, investigador del Instituto Perimeter. O sea: los dos amigos viven realidades distintas.

Wigner y sus amigos
En 1961, Eugene Wigner ideó un experimento mental que pone de manifiesto una paradoja en la mecánica cuántica. Dentro de un laboratorio sellado, el amigo de Wigner mide un átomo, colapsando su superposición en un estado definido. Pero la teoría también implica que Wigner, al no conocer el resultado de la medición, debería tratar al átomo —y a su amigo— como si estuvieran en una superposición.

Para resolver esto surgieron nuevas ideas radicales. Y acá vuelven nuestros amigos de la piedra, Rovelli y Fuchs.

Relaciones versus Apuestas

Carlo Rovelli, un tipo con un pasado rebelde en la Italia de los 70 (vivió en comunas, soñaba con un mundo sin fronteras ni familias tradicionales), propone la Mecánica Cuántica Relacional. Su idea es que no existe una historia única del universo. Los objetos no existen por sí mismos, sino que se manifiestan a través de sus relaciones con otros sistemas.

«Esto implica que no puedo dar una descripción absoluta, universal y objetiva de lo que está sucediendo», dice Rovelli. Para él, la realidad de Jimena en el laboratorio no tiene por qué contar para Wigner.

Por otro lado, Chris Fuchs, que creció en Texas soñando con Star Trek y se desilusionó al ver que la física no nos dejaría viajar a las estrellas tan fácil, encontró su camino en una frase de su mentor, John Archibald Wheeler: «No hay ley excepto la ley de que no hay ley».

Fuchs desarrolló el QBismo (Bayesianismo Cuántico). Para él, la mecánica cuántica no describe la naturaleza, sino que es un «manual de usuario» para que un agente haga apuestas inteligentes sobre el resultado de una medición. «Es un estado mental», asegura Fuchs. La realidad es lo que el observador espera que pase según su información.

Por eso discutían sobre la piedra. Para Rovelli, la piedra interactúa y tiene «información» (refleja luz, tiene fósiles). Para Fuchs, eso es absurdo porque una piedra no es un agente que hace apuestas. «Imaginate darle el manual a una roca… es tonto, ¿no?», dispara el texano.

¿El fin de la realidad absoluta?

Lo más loco es que las nuevas generaciones de físicos se están volcando a estas ideas. Un experimento reciente, que intentó replicar la paradoja de Wigner (versión extendida) con fotones, sugirió que los resultados dependen, efectivamente, del observador.

Eric Cavalcanti, de la Universidad de Griffith, analizó esto y llegó a una conclusión tajante: para evitar contradicciones, la teoría cuántica nos exige renunciar a una de dos cosas. O renunciamos a que las acciones no pueden viajar más rápido que la luz (lo que rompería la relatividad de Einstein), o renunciamos a la «absolutez» de los eventos observados. Cavalcanti prefiere sacrificar lo segundo: «Incluso las mediciones realizadas no tienen resultados absolutos».

Para Rovelli y Fuchs, esto es llover sobre mojado; ellos ya sabían que la ventana estaba abierta antes de que otros intentaran romperla.

¿Y esto qué tiene que ver con nosotros?

Si cada uno vive en su burbuja de realidad, ¿cómo podemos hacer ciencia o ponernos de acuerdo en algo? V. Vilasini, física del instituto Inria en Francia, dice que no hace falta tirar todo por la borda. Nuestra percepción clásica de una realidad compartida es producto de que todos vivimos en la misma «burbuja» macroscópica. Al ser seres grandes (y no átomos), no podemos rastrear la indeterminación cuántica, que se colapsa constantemente a nuestro alrededor.

«Lo que queda es un mundo en el que la relatividad de los hechos es invisible», dice Rovelli. «Entonces, cualquier cosa en la que vos y yo estemos de acuerdo como hecho, podemos llamarla un hecho universal».

Al final del día, aceptar que la realidad es subjetiva puede ser liberador. Rovelli dice que le quita angustia: «Lo que es real es lo que es real en relación con nosotros». Y Fuchs, con un tono casi místico, sugiere que esto nos devuelve el protagonismo. Si nuestras acciones y observaciones moldean el universo, entonces no somos espectadores pasivos. «Si la mecánica cuántica dice que hay espacio para que yo cambie el mundo… de alguna manera eso hace que valga la pena vivir».

Por Daniel Ventuñuk
En base al artículo de Zack Savitsky publicado en Science

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