Su nombre es sinónimo de un imperio perdido y de un final trágico. Pero la historia de Anastasia Románova no terminó con las balas de un pelotón de fusilamiento. Justo ahí empezó su segunda vida: una leyenda que recorrió el mundo y desafió a la propia muerte.
Anastasia Nikoláyevna Románova no fue una princesa de cuento de hadas. Nació el 18 de junio de 1901 y, aunque su título era el de Gran Duquesa —un rango superior al de otras princesas europeas—, su crianza fue de una austeridad llamativa. Junto a sus hermanas, dormía en catres duros y sin almohadas, y hasta los criados del palacio la llamaban simplemente por su nombre, sin protocolos. Era la hija menor del último zar de Rusia, Nicolás II, en un imperio que ya empezaba a tambalearse.
La vida en palacio estaba marcada por la figura sombría y magnética de Grigori Rasputín, un monje y guía espiritual en quien la zarina Alejandra, madre de Anastasia, confiaba ciegamente. Esa confianza dio lugar a rumores que se esparcieron como la pólvora por toda Rusia. Se decía que Rasputín había seducido no solo a la zarina, sino también a sus cuatro hijas. El propio monje alimentó el escándalo al filtrar cartas que recibía de ellas. En una, la joven Anastasia escribía: «Cuantas ganas tengo de verte otra vez. Hoy he soñado contigo. (…) Pienso en ti siempre, cariño, porque eres tan bueno conmigo…».
El escándalo obligó al zar a alejar a Rasputín, pero la conexión con la familia imperial se mantuvo hasta el final. Un final que llegó de forma abrupta. Durante la Primera Guerra Mundial, Anastasia y su hermana María visitaban a los soldados heridos para darles ánimo. Pero en 1917, la Revolución Rusa lo cambió todo. El zar abdicó y toda la familia fue puesta bajo arresto domiciliario. En sus últimos meses, dicen que Anastasia se esforzaba por mantener el buen humor, organizando juegos para sus padres en medio de la incertidumbre.
La mañana del 17 de julio de 1918, la historia oficial dice que Anastasia, de 17 años, fue ejecutada junto a toda su familia por un pelotón de la policía secreta bolchevique. El encargado del fusilamiento, Yákov Yurovski, escribió que a ella y a su hermana tuvieron que rematarlas con golpes. Un final brutal. Pero en esa brutalidad, nació una esperanza.

La mujer que se robó una vida
Dos años después de la masacre, en un puente de Berlín, una joven intentó suicidarse. Fue internada en una institución para enfermos mentales y, tras dos años de silencio, declaró algo que sacudió al mundo: dijo que era Anastasia, la Gran Duquesa que todos daban por muerta.
Su nombre era Anna Anderson. Su parecido físico con la princesa y el conocimiento que tenía de la vida en la corte Románov eran tan sorprendentes que sembraron la duda en medio mundo. ¿Y si de verdad había sobrevivido? La incógnita era tan grande que en 1938 se inició un juicio en Alemania para chequear su identidad. El proceso duró hasta 1970 y la conclusión fue increíblemente ambigua: el jurado sentenció que no se podía probar de forma fehaciente la muerte de Anastasia, pero tampoco se tenían pruebas suficientes para asegurar que Anna Anderson fuera ella.
Esa falta de certezas fue el combustible perfecto para la leyenda. Anna Anderson se convirtió en una celebridad mundial. Fue la más famosa de al menos diez mujeres que reclamaron ser la princesa perdida.
Pero las leyendas, a veces, se enfrentan a un enemigo implacable: la ciencia. Décadas después, con el avance de la tecnología, se realizaron pruebas de ADN. El resultado fue contundente: Anna Anderson no tenía ningún parentesco con la familia Románov. El gran mito del siglo XX se había derrumbado.
Sin embargo, fue gracias a esta increíble impostora que la historia de Anastasia trascendió. La leyenda de la princesa perdida opacó a la niña real, convirtiéndola en un ícono inmortal, no por su vida, sino por la posibilidad de que hubiera escapado a su muerte.
Por Daniel Ventuñuk
En base al artículo publicado en Culturizando
