Cómo un monolito de tres toneladas sobrevivió a la conquista, el olvido y las balas para convertirse en emblema de la astronomía mesoamericana
Hace más de dos siglos, el corazón de un imperio latió bajo el barro de un drenaje en el Zócalo de la Ciudad de México. Allí, en 1790, unos trabajadores tropezaron con la Piedra del Sol, el gigantesco disco pétreo que los mexicas erigieron para medir el pulso del universo. Hoy sabemos que ese monolito —casi cuatro metros de diámetro, tallado con mitos cósmicos y fórmulas calendáricas— no es solo un vestigio arqueológico: es testigo de una sofisticada astronomía prehispánica, un símbolo de resistencia cultural y una pieza clave para entender cómo aquellos antiguos astrónomos conjugaban el movimiento de los astros, la rotación terrestre y los ciclos agrícolas.
Bautizada erróneamente como “calendario azteca”, la Piedra del Sol concentra en su centro la figura poderosa del dios solar —¿Tonatiuh o Tlaltecuhtli?— con su lengua filosa como cuchillo de sacrificio y garras de águila que sostienen corazones humanos. Alrededor, cuatro recuadros narran las eras apocalípticas que precedieron al Quinto Sol: el Jaguar devorador, el Viento destructor, la Lluvia ígnea y la Inundación final. Cada cataclismo —demonio jaguar, huracán, lluvia de fuego o mar engullidor— terminaba con el mundo antiguo para dar paso a un nuevo ciclo.
Un anillo interior despliega los 20 días sagrados del Tonalpohualli, un segundo registra las “semanas” de cinco jornadas y un tercero articula el Xiuhpohualli de 52 años, que culminaba en la ceremonia del Fuego Nuevo. Con este doble calendario, los astrónomos-matemáticos mexicas sincronizaban la siembra de amaranto y maíz, programaban sacrificios y erigían pirámides para honrar al sol en cada solsticio.
La conquista borró ese saber: en 1521, Hernán Cortés arrasó Tenochtitlán y la Piedra quedó oculta bajo escombros. Creída obra satánica, un arzobispo mandó arrojarla a una acequia; enterrada y boca abajo, sufrió siglos de olvido. Rescatada por el virrey Revillagigedo, fue instalada provisionalmente en la Catedral, pero no ganó confianza hasta la independencia, cuando Porfirio Díaz la trasladó al Museo de Historia Nacional. Entre tanto, invasores estadounidenses la usaron como blanco de rifles en 1846, y su centro quedó marcado por impactos de bala.

Imagen: Wikimedia
El naturalista alemán Alexander von Humboldt, maravillado, observó que “pocas naciones han movido masas mayores que los mexicanos” al erigir semejante obra. Desde entonces, arqueólogos, historiadores y conservadores han desentrañado sus símbolos y protegido sus relieves. Gracias a espectaculares reconstrucciones digitales y a estudios de alta resolución, hoy podemos leer con asombro los glifos astronómicos y cosmológicos que muestran el dominio de ciclos celestes por parte de los mexicas.
La Piedra del Sol es también un espejo de nuestro presente. Cada año, miles de visitantes se reúnen bajo su imagen para celebrar equinoccios y aprender que la ciencia no nació en laboratorios modernos: se forjó ante el firmamento, con observaciones a simple vista, cálculos de perihelio y alineaciones de montañas. En un mundo que mide el tiempo en gigahertz y satélites, el monolito recuerda que la precisión puede trazarse con la punta de un cincel sobre piedra milenaria.
Hoy, la Piedra del Sol se yergue imponente en el Museo Nacional de Antropología de México, plenamente reconocida como Patrimonio de la Humanidad. Sus 24 toneladas de historia —piedra de basalto, arte y astronomía— siguen revelando secretos a cada nueva generación. Y cuando el sol se alinea con sus filigranas el 21 de marzo y el 23 de septiembre, el disco vuelve a cobrar vida, invitándonos a reencontrar la belleza y el rigor con que nuestros antepasados trazaron el calendario: un legado de ingenio que, tras siglos de oscuridad, renace en cada amanecer.
