La historia de Gregor Mendel es la historia de un visionario solitario. Monje agustino, apasionado por las ciencias naturales, dedicó buena parte de su vida a cruzar arvejas en el jardín de un convento cómo génesis de la genética.
Sus descubrimientos, publicados en 1866 y completamente ignorados por sus contemporáneos, no solo anticiparon las bases de la genética moderna, sino que lo colocaron, décadas después de su muerte, como uno de los científicos más influyentes de todos los tiempos.
Un joven curioso con escasos recursos
Gregor Johann Mendel nació el 20 de julio de 1822 en Heinzendorf, un pequeño pueblo del Imperio austríaco (hoy Hynčice, en la República Checa). Proveniente de una familia campesina con recursos limitados, enfrentó numerosas dificultades para acceder a una educación formal. Fue su ingreso al monasterio agustino de Brunn, Moravs, lo que le permitió continuar sus estudios, adoptando entonces el nombre Gregor y desarrollando su interés por las ciencias naturales, especialmente la botánica y la física.
Aunque estudió en la Universidad de Viena con la intención de convertirse en profesor, sus calificaciones fueron consideradas mediocres y nunca obtuvo el título. Pero el fracaso académico formal no detuvo su curiosidad científica. En el silencio del convento encontró su propio laboratorio: el jardín.
Las arvejas que revelaron los secretos de la herencia
A partir de 1856, Mendel se abocó a un estudio metódico sobre la transmisión de características hereditarias en plantas. Eligió trabajar con Pisum sativum, una variedad de arveja, por su facilidad para controlar la polinización y la claridad de sus características diferenciables (como la forma de la semilla o el color de la flor).
Durante casi ocho años cultivó y cruzó más de 28.000 plantas. Obsesivo con el registro y el método, observó que al cruzar dos plantas con rasgos distintos (por ejemplo, una alta y una baja), la descendencia no era una mezcla intermedia, como se creía, sino que algunos rasgos dominaban sobre otros. Formuló entonces el concepto de caracteres dominantes y recesivos, y propuso la existencia de «unidades hereditarias» hoy conocidas como genes.
Mendel enunció así las tres leyes que fundarían la genética clásica: la ley de la uniformidad, la ley de la segregación y la ley de la distribución independiente.
Un genio ignorado en su tiempo
En 1865 presentó sus hallazgos ante la Sociedad de Historia Natural de Brünn, y un año después los publicó en las actas de la institución bajo el título Experimentos sobre hibridación de plantas. Sin embargo, sus trabajos pasaron completamente desapercibidos. La comunidad científica de entonces, aún fascinada por las ideas de Darwin, no comprendía el valor de los análisis cuantitativos ni de los modelos matemáticos aplicados a la biología. Ni siquiera Darwin, que podría haber encontrado en Mendel una clave fundamental para sostener su teoría de la evolución, conocía sus escritos.
Desilusionado pero nunca rencoroso, Mendel dejó de experimentar con plantas y se volcó al estudio de las abejas. Hasta su muerte, en 1884, se dedicó a sus deberes eclesiásticos como abad del monasterio, y su legado científico permaneció oculto.
El redescubrimiento póstumo y el nacimiento de la genética
Recién en 1900, tres botánicos —Hugo de Vries, Carl Correns y Erich von Tschermak— redescubrieron de manera independiente las mismas leyes que Mendel había formulado décadas antes. Recién entonces su trabajo fue reivindicado y su nombre consagrado. Pero para entonces ya era tarde: sus cuadernos y papeles habían sido quemados por su sucesor en el convento, quien no comprendía el valor de aquella investigación.
Aun así, las ideas de Mendel sobrevivieron en sus publicaciones y se convirtieron en el cimiento de una nueva disciplina: la genética. A más de 150 años de sus experimentos, el cruce de arvejas en un jardín se reconoce como uno de los hitos más revolucionarios en la historia de la ciencia.
