Un viaje de 10.000 años por la milenaria historia del chicle

Desde los antiguos adolescentes escandinavos hasta el impacto en la salud oral y la industria moderna, el chicle posee una trayectoria tan enigmática como sorprendente

La historia del chicle se remonta a casi 10.000 años atrás, cuando tres adolescentes escandinavos se reunían a masticar brea extraída de la corteza de abedul. A lo largo de milenios, este hábito, que hoy consideramos casi un snack, ha evolucionado en múltiples culturas, dejando entrever beneficios insospechados que abarcan desde la higiene bucal hasta la supresión del hambre y, en ocasiones, ventajas cognitivas.

Los orígenes: un secreto revelado en la arqueología

Hace entre 9.500 y 9.900 años, mientras se relajaban tras una comida, estos jóvenes masticaban una sustancia obtenida de la corteza de abedul. Décadas más tarde, arqueólogos analizaron las muestras de saliva endurecida y descubrieron no solo restos de lo que habían comido –zorros rojos, avellanas, venados y manzanas– sino también evidencias de una mala salud bucal. Este hallazgo, publicado en la revista Scientific Reports en 2024, se ubica entre los ejemplos más antiguos de masticación de chicle en el registro arqueológico, demostrando que la humanidad ha empleado este hábito para cumplir funciones más allá de la simple costumbre.

De la antigüedad a la convergencia cultural

El chicle, en sus diversas formas, ha surgido de manera independiente en distintos rincones del mundo. Según Jennifer Mathews, antropóloga en la Trinity University de San Antonio, Texas, humanos de diferentes culturas han encontrado en la masticación una solución para varios problemas cotidianos. En México, por ejemplo, los mayas y posteriormente los aztecas masticaban chicle, obtenido del látex lechoso del árbol sapodilla, lo que eventualmente impulsó la creación y comercialización del chicle moderno.
Además, los aztecas utilizaban bituminosos naturales, una sustancia derivada del betún, que se combinaba o incluso se mezclaba con chicle, y sobre la que existían normativas culturales: era considerado poco adecuado que personas fuera de ciertos grupos, como niños o mujeres mayores, lo mastiquaran en público.

Otros pueblos, como los griegos, que masticaban mastic, o los indígenas de América que aprovechaban el chicle, demostraron que, en ausencia de dentístas y pasta dental, la masticación servía para limpiar los dientes y refrescar el aliento. Incluso hoy en día, los beneficios de masticar chicle sin azúcar se reconocen por la American Dental Association, a pesar de que el exceso puede tener efectos adversos como problemas en la articulación mandibular.

Beneficios y funciones: masticar para mucho más

Mathews explica que, en aquellos tiempos, la masticación del chicle cumplía funciones cruciales:

  • Higiene bucal: La acción de masticar ayudaba a limpiar los dientes, eliminando restos de comida y refrescando el aliento.
  • Supresión del hambre: En momentos de escasez, masticar chicle permitía a las personas mantener a raya el hambre y la sed.
  • Estimulación cognitiva: Algunas investigaciones han sugerido que masticar puede mejorar el rendimiento en pruebas, la memoria de trabajo y la alerta mental, a pesar de que hay estudios contradictorios, muchos financiados por la industria del chicle.

Del pasado al presente: un producto que se expande globalmente

La historia del chicle no se limita a la antigüedad. Durante la Primera Guerra Mundial, William Wrigley Jr. impulsó su popularización al convencer al ejército estadounidense de incluirlo en las raciones militares. Este gesto, junto a la posterior introducción de sabores y mejoras en la industrialización -como la patente de una máquina para fabricar chicle en 1871 por Thomas Adams- consolidó el chicle como un producto de consumo masivo, transformándolo en un hábito global. En este proceso, la disponibilidad de chicle natural se vio mermada debido a las dificultades en su obtención, ya que los arboles sapodilla son de crecimiento lento y su éxito depende de factores delicados. Esto impulsó el uso de sintéticos, lo que desembocó en la fabricación de chicle a base de plásticos y derivados del petróleo. Investigaciones recientes han mostrado que, al masticar un chicle comercial, se liberan cientos de pequeñas partículas de polímero y, en estudios de 2016, se identificaron exposiciones significativas a ftalatos, compuestos químicos asociados a riesgos de salud, como el aumento de partos prematuros y asma en poblaciones vulnerables.

Un legado que perdura a pesar de los riesgos

A pesar de los inconvenientes asociados a los chicles sintéticos, muchas personas eligen masticar chicle por placer y por los beneficios que reporta. Durante sus propios estudios, Jennifer Mathews notó que, en su experiencia personal, «he mascado dos chicles mientras escribía mi artículo», lo que ilustra el arraigo de este producto en la cultura global. No obstante, algunos usuarios han optado por cambiar a productos naturales para evitar la exposición a microplásticos, aunque investigaciones recientes del ACS sugieren que tanto los chicles sintéticos como los naturales liberan cantidades similares de estas diminutas partículas.

La historia del chicle es tan compleja y fascinante como su trayectoria a lo largo de los años, abarcando desde los orígenes en la Escandinavia neolítica hasta su rol en la vida moderna. Este recorrido ilustra cómo la gente ha aprovechado los recursos disponibles en su entorno para resolver problemas cotidianos, desde la higiene bucal hasta el manejo del hambre, y resalta el impacto de este simple acto de masticar en diversas culturas. La evolución del chicle no solo es un testimonio de la ingeniosidad humana, sino también una advertencia sobre los riesgos de adoptar productos sintéticos sin considerar sus efectos a largo plazo.

El legado del chicle es, en definitiva, una historia de adaptación y transformación: una crónica de la capacidad humana para innovar a partir de lo que la naturaleza ofrece, y un recordatorio de que, a veces, lo más cotidiano esconde secretos con repercusiones de gran alcance.

Por Daniel Ventuñuk
En base al artículo de Lauren Leffer publicado en Popular Science

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